Escribe: María Luz Crevoisier, Periodista y poeta
A lo lejos, un perro aúlla y en eco otros canes repiten ese lamento, largo y triste como una agonía. Aurora no duerme, estremeciéndose con el aullido. Es apenas el alba y en Calca llueve salpicando con barro las callecitas empedradas. Envuelta en un chal, sale al balcón y se asoma a la alameda, pero apenas puede percibirla porque un frondoso molle que abarca casi toda la fachada de la vieja casona, le tapa la vista. Un rayo revienta y la asusta, obligándola a volver al dormitorio e invocar a Santa Bárbara, patrona de las tormentas y empezar a rezar en su honor un Rosario, pero sus pensamientos la llevan a otros ensueños.
La mañana se ha recogido de la lluvia nocturna y el sol baja desde los cerros Pitusiray, Sawasiray, Wanco, para pintar de luz y tibiezas la Plaza de Armas, alguna vez cubierta de Pisonays. Es domingo y el señor alcalde junto con su esposa y amigos, se apresta para asistir a la misa en honor a la “Mamita Asunta”, patrona de Calca.
La iglesia de San Pedro Apóstol fue construida a fines del siglo XVI y es de una sola nave. Antaño se dice, poseía un altísimo campanario de barro a manera de torre, el más bello del valle sagrado, pero fue destruido para ser reemplazado por otro, de piedra y cemento. Ese día, la nave principal del recinto sagrado congregaba a las familias más distinguidas de aquel incaico y bucólico pueblo de los Andes, otrora tambo para los viajeros que se dirigían al Chinchaisuyo.
En los reclinatorios individuales de adelante, ya figuraban los vecinos “principales” como los Hinojosa, Mendizábal, Ojeda, Castilla, Venero, Rozas, Corazao, Pacheco, Nuñez del Prado, Gibaja, Guevara, engalanados con sus mejores trajes.
Aurora suspira y en su rostro marchito, se dibuja un rictus de tristeza que opaca el verdor de unos ojos verdes, aún muy bellos. Esta mañana, sin embargo, se encuentra más taciturna que de costumbre.
“Seguramente su alma en pena salió a vagar, como lo hace en cada aniversario de su fatídica muerte. Querrá volver a la casa Sóndor en la que vivió junto a su esposo, el ingeniero Luis, por eso aullaron los perros, porque seguramente verían pasar a su espíritu”, se dice Aurora sin presentir el canto de los chihuacos ni importarle el revuelo de las mariposas, pues va como sonámbula hasta El Calvario, paraje en donde se encuentra el cementerio general.
Por la avenida que en el pasado estuvo sombreada de pinos, se acerca el pintor Manuel Gibaja, llevando como siempre su vademécum de artista. Saluda brevemente a Aurora y ella lo ve perderse rosando el verdor del “parque de amores”, Cuántas veces estuvo ella en ese lugar, soñadora y enamorada junto a Mario, amigo y pintor como Gibaja, pero su novio falleció pocos días antes de realizarse el matrimonio. Desde entonces prefirió encerrarse en un mundo de tristezas. Su único consuelo fue la sencilla presencia de aquellos alumnos, hijos de obreros y artesanos de la escuelita del Rosario, en Cusco.
Lo que le aconteció fue quizá como le dijeron, consecuencia y maldición de “la inmortal”, mala sombra que persiguió a su familia, después de su trágico final.
“Ella”, fue una costurerita de segunda, que ayudaba a la señorita Elvira en su taller de confecciones de la calle Aguacpinta. Un día, el ingeniero Luis Mazelli la vio salir del templo de Santo Domingo y se enamoró de esa modistilla morena, de facciones agradables, amplia de caderas y senos turgentes. Luis, pese a ser menor que ella en diez años y en contra de la oposición de su familia, la hizo su esposa.
Enamorado como estaba, también desoyó los consejos de algunos amigos, conocedores de la parentela de su amada, no muy honorable que se diga. “Ella”, había sido en otro tiempo, amante de un hacendado quien la abandonó después de que muriera el hijo de ambos al nacer. Se comentaba por lo bajo que, pese a este hecho, se volvieron a encontrar en varias oportunidades y hasta alquilaron un cuartito en la casa de los Ordóñez por la calle Ccascaparo, cercano al templo de San Pedro cuando el hacendado ya estaba casado y su esposa, una ex reina de la primavera de Calca, esperaba un hijo. Las furtivas entrevistas tenían lugar durante sus esporádicas venidas a Cusco desde la lejana hacienda en K`osñipata para efectuar trámites o vender sus productos.
¿Por qué se casó “Ella” ?, se preguntaron los que conocían esta historia. Por despecho, como comentaba la esposa del sastre Valencia, que era vecina de esa familia y quizá-pensaba- para escapar de la tutela dominante de la madre.
Pero por lo que pasó después de esta desdichada boda, se pudo saber que “Ella”, jamás logró apagar la pasión que la arrastraba hacia ese amor, ya imposible.
Luis y su esposa, se instalaron en una hermosa casona de la plaza San Francisco, propiedad de la familia Mazelli. Allí, la nueva desposada recibía a sus padres y hermanos, siempre quejosos y pedilones: “tu esposo es rico hijita, que nos auxilie pues, nosotros se lo vamos a agradecer y pedir al santo Alto Altísimo, para que los proteja a ustedes y al angelito que viene en camino”, le escribía la madre, en una de las tantas cartas que le enviara desde Cusco, cuando los Mazelli se mudaron a Calca para que el padre de Luis administrara su hacienda en Lares.
La histórica casa Sóndor, en donde se hospedara el cacique Túpac Amaru, fue la nueva morada de la familia y si antes “Ella” era parca en palabras, al llegar a Calca, pueblo en el que aceptó ir a vivir a regañadientes, se encerró en un mutismo, que desesperaba a Luis. Ni ruegos y amenazas, le hacían cambiar de actitud, negándose inclusive a asistir a la misa dominical.
Un día, ya cansado de esa terca actitud, le echó en cara su pasado, después de haberse jurado a sí mismo, no hacerlo nunca. “Ella” reaccionó con un llanto violento y angustioso, pero acompañó a la familia al oficio religioso, dejándose llevar por su cuñada Matilde, la única que lograba sacarle algunas frases.
Sin embargo, la familia habría de arrepentirse de haberla llevado, pues apenas ingresaron al templo de San Pedro Apóstol, se encontraron con el hacendado, su joven esposa y la pequeña niña en brazos de este. “Ella” al ver a su antiguo amante, empezó a temblar y con un suspiro cayó desmayada siendo apenas cogida por el señor Salas, en cuya casa de estilo republicano, vivía el hacendado Ormachea. Como tardaba en reaccionar llamaron al sanitario, quien logró reanimarla frotándole las manos y sienes con un macerado de alcohol y romero y haciéndole aspirar bromuro.
Desde entonces, se negó a salir de su habitación, al menos durante el día y pretextando dolores de estómago, casi no comía preocupando a la familia Mazelli, que no salía de su estupor ni comprendía lo que ocurría. Luis, que, si lo sabía, estaba serio y mudo y empezaba a arrepentirse de haberse casado con esa mujer que además de rechazarlo, maldecía al hijo que estaba esperando.
Un día, malo en todo sentido pues había llovido tanto que los caminos se convirtieron en lodazales y se desbordó el rio Konoch, inundando calles y casas aledañas, les llegó de visita la beata Juana, quien con el pretexto de que no podía retornar a su casa de Urubamba, “fue a saludarlos un ratito e indagar por la salud de la enfermita”.
En su cháchara lacrimosa e hipócrita, dio algunos detalles de los amores de “Ella” con el hacendado Ormachea, recomendándoles “porque les tenía mucho amor y respeto”, que se fueran todos a Lares, para alejarse de las habladurías que empezaban a circular por Calca. Fue así que conocieron con vergüenza, la historia que su hijo les ocultó.
Ni qué decir de lo que estaba pasando en casa de los Salas. La esposa, muy devota de la Mamita Asunta y de principios estrictos, conminó al esposo para que el hacendado Ormachea fuera desalojado inmediatamente, pues “no podían ser cómplices de sus felonías”. Para salir del paso, el hacendado decidió comprar la casa de la alameda y establecerse allí con su familia.
La ex reina del carnaval calqueño, ignorante de todo, no sabía qué decisión tomar, pese a que su esposo cobardemente, le juraba que lo ocurrido era causado por una confusión.
Cuando cesaron las lluvias y vino el otoño, llegó al pueblo doña Pleonia, la madre de “Ella”, muy agestada y soberbia, culpándoles de atentar contra la vida de su hija, “por el viaje descabellado a Calca, cuando bien pudo haberse quedado en Cusco, donde ellos la cuidarían amorosamente”.
Después de una acalorada discusión, acusaciones mutuas, insultos de parte de doña Pleonia apodada la “charqui” por su extrema delgadez, Luis la echó de la casa, ordenándole no volver jamás y menos seguir enviando esas cartas plenas de quejas, pedidos de dinero y productos a su hija, pues ellos “no tenían ninguna obligación de mantener a semejantes ratas”. En mala hora ocurrió aquello. Dos noches después, sobrevino la tragedia.
El doctor Mazelli, abogado de antigua estirpe como lo fueron su padre y abuelo, se había dedicado a la agricultura en sus años mozos y le pareció muy satisfactorio reactivar esta actividad una vez que decidió cerrar su bufete de la calle Q`era. Por ello regresó a la hacienda de Lares heredada de su familia paterna y en donde sembraba café, cacao, caña de azúcar, coca- el cultivo de la hoja sagrada recién fue regulado a fines de los años 40 por el Estanco de la Coca. En la estancia de los Mazelli, se producían las hojas de mayor calidad de todo ese hermoso valle.
Como también tenía aves de corral, se vio invadido por una plaga de raposas que estaba acabando con sus mejores ponedoras. Para liberarse de estos molestos roedores, decidió adquirir un frasco de arsénico en polvo, el que mezclaba con huevos frescos, para atraer a las indeseables. El envase sellado y con una etiqueta donde figuraba el nombre del veneno y advertencias sobre su peligrosidad, lo guardaba en un anaquel del depósito ubicado en el segundo patio de la casa Sóndor.
Hasta allí llegó una noche “Ella”, mientras el resto de la familia cenaba en el amplio comedor con corredor a la calle, pues como ya era su costumbre, se negó a compartir. Sigilosamente abrió el frasco y echó un puñado de aquel polvo dentro de un vaso con leche y se lo tomó. A media noche empezó el efecto, produciéndole fortísimos dolores, vómitos y calambres.
El joven médico Valdez de paso por Calca, fue llamado de urgencia por Luis y dándose cuenta de lo sucedido ordenó trasladarla inmediatamente a Cusco, para que le practicaran un lavado gástrico. El marido, llorando de angustia apenas pudo subirla a la camioneta con ayuda del sanitario Verástegui, quien lo acompañó en ese terrible viaje hasta Cusco, pero llegando al hospital Lorena “Ella” expiró lanzando un alarido. Este espectáculo terrible, atormentaría por mucho tiempo las noches de Luis.
El hacendado Ormachea, que se encontraba en Kosñipata recibió la noticia a través de un propio de la hacienda, varias semanas después de lo ocurrido. Viajó a Calca para visitar la tumba de la que fuera su amada, mientras Luis y su familia debían defenderse de un juicio acusatorio por la muerte de “Ella”, que la madre y el hermano mayor entablaron en contra exigiendo como pago compensatorio la hacienda de Lares y la casa del Cusco. Después de un largo proceso y la reclusión de Luis por un tiempo en la cárcel de la Almudena, la justicia determinó la inocencia de los Mazelli. Pese a ello, la hostilización de esa familia no cesó y debieron soportar continuos insultos cuando los encontraban por las calles de Cusco.
Pero el hado, también cayó sobre el hacendado y su familia. La esposa, enterada por gente “comedida” de los amores de su marido con “Ella”, los que perduraron aun estando ya casados, decidió abandonarlo, falleciendo al poco tiempo en Cusco de neumonía y dejando huérfana a su pequeña hija.
Aurora evoca estos hechos y se estremece al llegar al cementerio. No hay nadie por ser día de fiesta y la reja está cerrada. Sin embargo, la tumba de “Ella” se destaca de entre todas, porque luce una hermosa escultura de mármol que se apoya en la lápida donde han colocado una fotografía y una inscripción en alto relieve en la que se lee: “Mártir de la infamia de los Mazelli. Descansa en paz, hija mía. Tus padres y hermanos que te adoran. Calca, 20 de agosto de 1940”.
“Sesenta años de muerta y aún vive, porque no descansa ni da paz a quienes nada tuvimos que ver con su tragedia”, se dice a sí misma Aurora Ormachea, hija de aquel hacendado que muriera en un accidente cuando viajaba hacia K`osñipata.
“Fue de repente. De la nada, se apareció en la carretera una mujer con sus cabellos sueltos y los brazos levantados, como pidiendo auxilio”, relataba estrujando nerviosamente su gorra, el peón que sobrevivió al accidente. “Lo peor, es que parecía flotar en el aire. El patrón trato de esquivarla y volteó hacia el cerro disminuyendo la marcha, pero la mujer se paró justo allí y, pasando cerquita de la camioneta, estiró un brazo esquelético como queriendo meterse por la ventanilla y entonces le vimos el rostro, el más horrible que yo haya visto jamás. El patrón perdió el control y la camioneta rodó al abismo; cuando unos campesinos nos rescataron el hacendado estaba muerto y yo milagrosamente solo con una fractura en la clavícula”.
“Ella”, piensa Aurora, quién más sino para hacerle pagar a mi padre la infelicidad de esa vida que decidió acabar con el suicidio.
La misa de fiesta ha concluido y los fieles acompañan la procesión de la “Mamita Asunta” por la plaza de armas seguidos de la banda, mientras revientan las bombardas y los chiquillos juguetean. Aurora se persigna al pasar y envuelta en su chal, pese a que ya ha salido el sol, retorna a su casona de la Alameda.
Lima, 15 de junio del 2016.
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